viernes, 27 de mayo de 2011

El origen de las estaciones


Deméter, la gran madre tierra, era la diosa de las cosechas. Alta y majestuosa era su figura, y su cabellera tenía el color del rigo maduro. Ella era quien llenaba las espigas con el grano, Y en honor suyo mujeres vestidas de blanco llevaban a sus altares guirnaldas de trigo como ofrenda. Ella presidía la siega, la trilla y las largas mesas a la sombra donde se refrescaban los segarodes, que la festejaban con canciones mientras recolectaban los abundantes frutos que ella les proporcionaba. Todas las leyes que conocían los labriegos provenían de ella: el tiempo de arar, cuál tierra daría mejores cosechas, cuál era más adecuada para las viñas y cuál había que dejar para pastos. Su generosidad para dar era la razón por la que los hombres le daban el nombre de Gran Madre. Y ella tenía una hija llamada Perséfone.


Perséfone era la doncella de la primavera, joven y desbordante de alegría. Su hogar estaba en Sicilia, porque en esa tierra la primavera es larga y encantadora y abundan las flores. Allí, la muchacha jugaba con sus amigas todo el día, hasta que los valles y las rocas resonaban con sus risas.



Un día, los gozosos ecos de sus diversiones descendieron hasta la oscura tierra de los muertos, donde estaba el sombrío Hades sentado en su trono. Tan alegres y cristalinas sonaban las risas que el dios apartó su mirada de sus tenebrosos dominios y la dirigió hacia el valle, y entonces hasta su corazón de piedra se conmovió ante la belleza de la joven. Se levantó, pavorosamente majestuoso, y subió al Olimpo a pedirle a Zeus que le diera a Perséfone por esposa. Zeus accedió y el Olimpo retumbó sellando la promesa. 


Y así fue que un día que Perséfone y sus amigas cogían flores en el valle Enna, sucedió algo extraordinario. Enna era un hermoso valle en cuyos prados las más bellas flores de todo el año crecían en la misma estación. Había rosas silvestres, jacintos azules, violetas de dulce aroma, altos lirios, esplendorosos narcisos y calas blancas. De todas estas cogía la joven, y aunque eran muy bellas, Perséfone era aún mucho más hermosa que todas ellas.


Ocurrió que mientras las jóvenes correteaban cortando flores y llamándose unas a otras a través del prado florecido, Perséfone se alejó de las demás y de pronto vio entre la verde hierba una flor tan hermosa como jamás antes la había visto. Parecía una especie de narciso, púrpura y balnco, pero de una sola raíz brotaban cien botonoes, y ante su dulce perfume, los mismo cielos y la tierra parecían sonreír. Sin llamar a las demás, Perséfone se precipitó hacia el precioso capullo y cuando extendía su mano para cogerlo, la tierra se abrió delante de ella y de pronto se encontró en brazos de un extraño. Perséfone gritó y se debatió, dejando caer la brazada de flores que llevaba. No obstante, Hades, el de oscuros ojos, era mucho más fuerte que ella de modo que no le costó nada subirla a su carro dorado, tomar las riendas de sus corceles negros como el carbón y partir en medio del retumbante sonido que hacía la tierra al cerrarse, antes de que las demás niñas alcanzaran a ver lo que había ocurrido. Cuando llegaron al punto donde Perséfone había desaparecido, sólo encontraron las flores que la joven había cortado y que ahora yacían en un confuso desorden sobre el pasto.

Amarga fue la pena de Deméter cuando le contaron las noticias de la extraña desaparición de Perséfone. Se cubrió con una nube oscura a guisa de velo y corrió durante nueve días, rápida como un ave, sobre océanos y tierras buscando a su hija y preguntando a todos los que encontraba si la habían visto, pero ni dioses ni hombres pudieron darle ninguna información. Entonces, desesperada, Deméter fue donde Febo Apolo, pues él ve todo lo que ocurre sobre la tierra cuando recorre el cielo con su carro de oro y fuego.
-Sí, vi a tu hija y sé dónde está-dijo el dios-. Hades la raptó, con el consentimiento de Zeus, y se la llevó a su reino de las tinieblas. La pobrecita no quería y luchó con todas sus fuerzas tratando de liberarse, pero Hades es mucho más fuerte que ella, y no le costó nada lograr su propósito.
La noticia cayó sobre Deméter como el golpe de un rayo, pues sabía que si Hades y Zeus estaban de acuerdo, ella no tendría manera de rescatar a su hija. Enfurecida y desesperada, no quiso regresar al Olimpo donde moran los dioses en medio de la alegría y las fiestas, y donde Apolo toca la lira mientras las musas cantan. Asumió la forma de una mujer madura, desgastada por la edad, pero llena de dignidad, y se dedicó a recorrer la tierra, donde tan abundantes son los pesares. Al comienzo se mantenía aparte de las casas de los hombres, pues la vista de niños pequeños y madres felices avivaba su pena.
Sin embargo, un día, mientras descansaba sentada al borde de un pozo, llegaron cuatro muchachitas a sacar agua; eran bondadosas y encantadoras y, extrañadas de ver a la imponente forastera, se acercaron a preguntarle qué hacía allí y si necesitaba algo. Deméter les respondió que pertenecía a una buena familia de Creta, al potro lado del mar, y que había sido capturada por unos piratas que pensaban venderla como esclava, pero que había logrado escapar en una playa donde habían desembarcado a preparar comida y que ahora recorría estas tierras buscando un trabajo que le permitiera subsistir.
Las cuatro chiquillas escucharon la historia, muy impresionadas por las majestuosas maneras de la extraña mujer. Por último, le dijeron que su madre, Metaneira, necesitaba una persona para que criara al hermanito recién nacido, Demofoonte, de modo que tal ves ella podría acompañarlas y hablar con su madre. Deméter aceptó, sintiendo una enorme nostalgia de abrazar nuevamente a un bebé, aunque no fuera suyo. De modo que fue a ver a Metaneira, quien, quien,  también muy impresionada por la serena dignidad de la diosa se sintió feliz de dejar a su hijito a cargo de ella.
Las sonrisas y gorjeos  de Demofoonte consolaron en parte a Deméter de la pérdida de su amada hija, y la diosa empezó a fraguar planes para el niño: sería un gran héroe, ella lo haría inmortal, de manera que cuando creciera pudiera estar siempre a su lado.
A medida que pasaba el tiempo, todos en la casa maravillaban de ver lo hermoso que estaba creciendo Demofoonte, sobre todo en circunstancias de que nunca veían que Deméter lo alimentara. La diosa, en secreto, le untaba con ambrosía, como hacían los dioses, y lo alimentaba con su propio alimento. Cuando llegaba la noche, se quedaba con el bebé junto a la gran chimenea de la sala, meciéndolo en sus brazos mientras las llamas se achicaban y todos se retiraban a dormir. Y entonces, cuando todo estaba en silencio, ella se incorporaba rápidamente y ponía al niño sobre el fuego. Demofoonte dormía toda la noche sobre las brasas, mientras su carne terrenal y su sangre se transformaban lentamente en la sustancia de los inmortales. Por la mañana, cuando llegaban los demás, encontraban las cenizas ya frías y a la extranjera meciendo y cantándole dulcemente al bebé.
Este extraño comportamiento despertó las sospechas de Metaneira. Después de todo, ¿qué era lo que ella sabía de esa mujer, aparte de la historia que le habían contado sus hijas? Tal vez era una bruja o algo por el estilo, que deseaba robar o transformar al niño. Tenía que ser cuidadosa. Por consiguiente, una noche al retirarse a su habitación dejó la puerta de la sala entreabierta y cuando todos los sonidos de la casa finalmente se acallaron, regresó en puntas de pie y se quedó en la oscuridad espiando a la extranjera que acunaba al niño junto a la chimenea. La sala estaba muy oscura, pero la madre vio perfectamente cuando la figura se inclinaba  hacia adelante; un tronco se quebró en el hogar, una llama se elevó y allí, nítidamente en la luz, vio al bebé encima del fuego.
Metaneira lanzó un grito y se precipitó hacia la chimenea, pero fue Deméter quien sacó al niño de las brasas.
-¡Estúpida mujer!-dijo, indignada- Le habría dado la inmortalidad a tu hijo, pero ahora es imposible. Será un gran héroe, pero finalmente tendrá que morir. Yo, la diosa Deméter, lo prometo. Mientras decía estas palabras, todos los signos de edad avanzada desaparecieron y la figura de la diosa creció, y su cabello dorado se desparramó sobre sus hombros, llenando de luz la habitación. Se volvió y caminó hacia la puerta, dejando al niño en el suelo y a Metaneira demasiado atónita y asustada como para recogerlo.
Ahora bien, sucedió que mientras Deméter recorría la tierra, abandonó sus funciones de diosa de las cosechas, y más bien disfrutaba de ver que otros sufrían debido a su propio sufrimiento. En vano los bueyes gastaban sus fuerzas arrastrando los pesados arados por el suelo. En vano el sembrador sacaba de su bolsa los puñados de cebada y los arrojaba en amplios arcos mientras caminaba por los surcos. Los ávidos pájaros tuvieron un festín de semillas aquella temporada, y los brotes de las que lograron germinar fueron quemados por el sol o arrastrados por las lluvias. Nada creció. Y cuando los dioses miraron hacia abajo vieron a la tierra amenazada por un hambre como jamás se había conocido. Los desesperados hombres descuidaron las ofrendas a los dioses, pues ya no podían prescindir ni de la más mínima porción de sus escuálidas reservas.
Por último, Zeus envió a Iris, el arcoíris para que buscara a Deméter y la instara a salvar la humanidad. La encantadora diosa bajó del Olimpo, rápida como un rayo de luz, y encontró a Deméter sentada en su templo, aún envuelta en su oscuro manto de nube y con la cabeza apoyada en su mano. Iris le transmitió los mensajes de Zeus y le ofreció en su nombre hermosos regalos y los poderes que ella escogiera, pero Deméter no escuchó ni levantó su cabeza siquiera por un instante. Todo lo que dijo que fue que no pondría un pie en el Olimpo ni dejaría que la tierra diera ni un solo fruto, hasta que Perséfone regresara a ella desde el reino de los muertos.
Iris retornó ante Zeus con esta respuesta y el dios vio que tendría que mandar a Hermes, el de las sandalias aladas, a traer de regreso a Perséfone. El mensajero de los dioses encontró al oscuro Hades sentado en su trono, con Perséfone bebido nada desde que llegara a la tierra de los muertos. Cuando Hermes dio a conocer el mensaje de Zeus, ella dio un salto de alegría, poniéndose de pie, mientras el oscuro rey se ponía más sombrío que nunca, pues en verdad amaba a su reina. Aunque no podía desobedecer la orden de Zeus, era un dios de recursos, de manera que invitó a Perséfone a que compartiera con él una granada como despedida, puesto que no había requerido comer ni beber mientras estuvo allí. Perséfone estaba ansiosa por irse, pero como el dios se lo pedía con tanto anhelo, tomó la granada para evitar discusiones y demoras y, cediendo a sus súplicas, comió siete granadas con él. En seguida, Hermes la tomó y la llevó consigo al mundo exterior.
Deméter corrió hacia ellos en cuanto los vio. Perséfone se precipitó hacia su madre dando un grito de alegría y ambas se abrazaron y acariciaron durante largo tiempo, hasta que Deméter apartó a la joven y le preguntó ansiosamente:
-Dime, hijita, ¿comiste o bebiste algo con Hades?
-Nada, hasta que llegó Hermes. Entonces comí con él siete granos de granada.
-¡Ay, hija mía!, ¿qué has hecho?. ¿No sabes que la granada es el símbolo del matrimonio, y que su efecto es hacer indisoluble la unión entre hombre y mujer? Deberás volver junto a Hades y gobernar con él como su reina. Pero yo no volveré al Olimpo ni daré frutos a la tierra.
Esta vez Zeus debió acudir a Rea, la madre de él, de Deméter y de Hades, para suplicarle que intercediera ante la desesperada diosa. Finalmente llegaron a un acuerdo: Perséfone pasaría tres meses con Hades, como reina de la tierra de los muertos, y los otro siete con Deméter. Y es así como durante tres meses cada año, Perséfone reina pálida y triste sobre los muertos, y durante este tiempo que Deméter se lamenta, los árboles pierden sus hojas, llega el frío y la tierra permanece quieta y muerta. Pero al cuarto mes, cuando Perséfone regresa, su madre se alegra y la tierra se regocija. Brota el trigo, brillante, fresco y verde en los sembradíos. Se abren las flores, cantan los pajarillos y nacen los animalitos. Y por todas partes el cielo sonríe de alegría o llora sobre la tierra fértil dulces lluvias de felicidad.

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